Saturday, November 26, 2022

Exilio (II)

  

Enfrentarse con el problema fue el resultado de comprender la farsa que era el exilio. El oportunismo existió en Cuba hasta el fin de Castro. La palabra se puso de moda tras el primero de enero de 1959. Fue languideciendo con los años. No volvió a escucharla desde su llegada a Miami. No había oportunistas que caminaran por las calles. En su lugar estaba llena de automovilistas hipócritas. No era un fenómeno reducido al sur de Florida. Era una característica nacional, propia de la sociedad norteamericana.
Tal y como él la conoció durante su vida profesional, la sociedad norteamericana no se regía por una politización política extrema. Era una de sus virtudes y uno de sus defectos. La mayoría de los americanos desconocía el tipo de oportunismo que imperaba en Cuba. Se podía insultar al presidente, maldecir al alcalde y renegar del gobernador. Sin embargo, pocos se atrevían a decirle un par de verdades al jefe. Ahora tampoco se atreven. El estadounidense critica el lugar donde trabaja, aunque dentro de unos límites que con los años se han vuelto cada vez más restringidos, a medida que los sindicados han ido desapareciendo. Hay un factor ideológico que dificulta la crítica. Tiene que ver con la concepción pragmática que rige la vida, que se expresa de acuerdo a normas sociales. 
No se veía bien eso de andar criticándolo todo. No era de buen gusto el opinar mal y señalar defectos. Se trataba de establecer un hecho, no de imponer un punto de vista: “Fulano dice tal cosa, aunque Mengano dice otra, Ha ocurrido esto y aquello, Los datos estadísticos dicen lo siguiente”. No se acusaba a fulano de mentiroso. No era de buena educación; además de peligroso: fulano podía establecer una demanda. De los que gobernaban se podía hablar mal, porque por ley son figuras públicas y no pueden demandar a los que los critican. Los legisladores se pueden insultar sin problema. En los hemiciclos del Congreso no se admiten demandas judiciales. Insultar allí es un acto impune.
Todo cambió con la llegada del siguiente siglo, pero para entonces el rumbo político, social y económico del país le importaba poco porque la idea de morirse había pasado de ser una realidad futura a un evento presente.
La impunidad ante lo mal hecho tiene también un aspecto moral y religioso. Dios juzga y recompensa no según las acciones de cada cual, sino de acuerdo a sus preferencias. Las acciones solo se condenan cuando perjudican a los demás. Pero lo que beneficia y perjudica es muy difícil de precisar. No hay “acusados” sino “defendidos”. No hay que demostrar la inocencia. Hay que probar la culpabilidad. Nadie es culpable hasta que no se demuestre lo contrario. Lo demás queda en manos de abogados, jueces electos y jurados ignorantes. Un comerciante no puede engañar al consumidor con la declaración de que una mercancía contiene determinado producto. Pero pocos conocen la cantidad mínima necesaria para que esta declaración sea legal. La solución final estaba en hacer una etiqueta llamativa y utilizar distintos tamaños de letra. La legalidad resumida en un problema de espejuelos.
¿Espejuelos para diferenciar a los farsantes de las personas con principios en el exilio? No existían. Bastaba la presencia de un micrófono en la radio o de una página impresa en el periódico para otorgarle veracidad a un mentiroso. Todo lo contrario de Cuba, donde se había acostumbrado a juzgar las cosas de forma contraria: todo lo que aparecía en la prensa escrita o repetían por la radio era mentira. Tampoco la solución era negarse a creer la totalidad de lo que leía o escuchaba. Porque eso implicaba un desarraigo aún mayor del que había tratado de escapar.
Escapar ya no era posible.